“Había una vez, y así empieza la historia. De chiquitita, la tengo en mi memoria…”, eran las primeras palabras de no sé qué canción. En realidad sí se sé, y vos también. Igual no vine al caso, pero lo que sí viene al caso es que había una vez.
Había una vez un fuego, no recuerdo quién lo había encendido, de echo nunca supe quién lo encendió. Quizá tampoco nunca lo sepa. Alrededor de ese fuego había una familia, antes había habido otra, y quizá antes que esa seguro otra más, y eso tampoco nunca lo voy a saber, como tampoco sé si habrá alguna otra en un futuro. Los miembros de esa familia danzaban y danzaban al compás del movimiento y el crepitar de sus llamas. El fuego desprendía chispas y esas chispas marcaban a cada uno de ellos, a algunos más y a otros menos, a algunos en más profundidad y a otros de forma más superficial, algunos hoy perciben las cicatrices, otros ni idea. Lo que nadie podía ver era que esas mismas chispas era del mismo fuego que hacía años, estaba prendido y nadie sabía y tampoco se preguntaban por qué seguía ardiendo quizá como el primer día, y disparando esas mismas chispas, que generación tras generación, seguían saltando y quemando de igual o peor manera.
Muchos años después, quizá hasta un siglo entero, o vaya a saber uno cuanto, alguien de esa familia se corrió, se alejó sin saber que la vida, tal como ya no la conocía iba poner delante de sus ojos, durante sus sueños, en los momentos felices y en los desagradables también, aquel fuego que aún hoy sigue prendido y donde todavía quedan firmes bailarines danzando a su alrededor. Mira sus cicatrices y sabe que nunca sirvió para danzar, que esas chispas siempre la habían quemado, y le habían provocado dolor, siempre había buscado apagarlas, y más aún ahora de grande. Buscaba apagar el fuego, pero este, momento a momento, le demostraba cuán fuerte era. La tiraba, se levantaba. Le escupía su calor en la cara, se limpiaba. La llenaba de humo, se bañaba. Y así, una y mil veces, parecía que por siempre y para siempre. Pero como nada es para ni por siempre, un día, cuando su cabeza ya casi no quería pelear más, y sus angustia florecía en sus músculos cansinos, y el temblor de su mandíbula frenaban su lengua, fue cuando pudo lograr aceptar que pretender apagar algo que lo alimenta el aire que desprenden quienes bailan a su alrededor, es como querer tapar el sol con el pulgar.
Ella ya no baila, ella nunca quiso bailar, el resto no se sabe. Puede que sí, puede que no o simplemente solo imitaban e imitan lo que alguna vez observaron.
El fuego está, y quizá estará por siempre. Ella nunca quiso bailar a su alrededor, pero recién ahora ella lo sabe.
Fuego Ancestral
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