Francisco Dilon's profile

Para siempre, nunca más

Si me hubieran preguntado hace una semana quién es, para mí, el mejor de la historia, yo habría contestado sin dudarlo con dos palabras: Lionel Messi. Hoy no estoy tan seguro, y eso que al otro ni siquiera lo vi jugar. Su muerte removió muchas cosas en mí, que estaban aletargadas o dormidas. Fue un golpe inesperado. Y me cayeron algunas fichas. El héroe inmortal, la gambeta eterna, el pibe de la villa que contra viento y marea llegó a la cima del mundo (y supo caer desde ahí a las profundidades más oscuras), la voz del pueblo, el que se plantaba frente al poder, el que agarraba la pelota y pintaba goles imposibles, el desfachatado de las frases inolvidables que resumen el sentir popular, el rebelde por los siglos de los siglos, hasta la eternidad, resulta que ya no, que está muerto. Que para siempre, que nunca más.
A mí también me costaba entender el fenómeno Maradona, sobre todo una vez retirado del fútbol: ¿por qué la violencia, por qué el daño infligido a los demás y a sí mismo, por qué esa arrogancia aparentemente irrenunciable?; ¿y qué necesidad tienen los medios de amplificar y glorificar así la decadencia del santo venido a menos, pero al que se sigue tratando tercamente como santo?. ¿Por qué llega hasta tales extremos la megalomanía argentina?
Ahora que se murió, uno toma consciencia de lo que fue realmente Diego, de lo que hizo. No se trata de perdonarle todo, ni de olvidar sus enormes defectos, pero sí de ponerlo en contexto, de ver de dónde vino, a dónde llegó y de qué manera. Se trata de reconocer sus miserias como parte intrínseca de la condición humana, de verse uno mismo reflejado en sus contradicciones, de amigarse con ellas, de dejar por un instante el megáfono panfletario y poder pensar y sentir libremente, sin que salte el resorte enloquecedor de la censura (auto)impuesta en estos tiempos tan paranoicos.
Resulta que, a mi manera y aunque no me diera cuenta del todo, yo también lo idolatraba, y no solo por lo que hizo dentro de la cancha. Maradona es uno solo, continuo e indivisible: no se lo puede separar así como no se podía, antes, pretender que brillara con la pelota pero se moderase micrófono en mano. Los dos son uno y el mismo, es todo o nada. Y así pasa con todo el mundo (tal vez sea cuestión de no polarizar tanto las cosas, de comprender que los héroes no son santos ni demonios sino humanos como todos nosotros, y es por eso, en definitiva, que tanto los queremos).
Ahora que murió alguien que parecía inmortal, tomo conciencia de mi propia finitud (yo también daba por sentada su presencia, aunque no siempre como algo bueno). Al mismo tiempo, veo a un pueblo dividido que, por un rato, fue capaz de abrazarse en la tristeza como una vez se abrazó en la felicidad del triunfo. Veo al delirio galopante del mundo aflojar por un rato. Veo un debate feminista muy necesario abrirse paso en las redes, en los medios y en los grupos de amigos, como una balsa que flota en un océano farandulístico de noticias falsas, cancelaciones, escraches y simplificación. Por un rato.
Yo solía ser de los que pretenden fragmentar a Maradona: el jugador sí, el hombre no; el barrilete sí, la mano no. Pero no se puede porque no hay uno sin el otro. Ese partido del 86 es el retrato perfecto de lo que fue Diego, y los dos goles, su obra maestra. Recién caigo pero sí, el primer gol también.
Tenían que ser ellos, los amos y señores del fútbol (y del mundo), los que inventaron el juego (y lo legislaron), los que no fueron a los primeros tres mundiales porque se consideraban superiores (pero luego solo pudieron ganar uno mediante el robo descarado), los moralistas, los que te cagan a patadas pero te tratan de sudaca tramposo si los clavás con la mano y te salís con la tuya. Los de la guerra. Y del otro lado un pueblo desahuciado y sediento de alegría. Y este tipo que vino de la nada y se atrevió a soñar con todo, se entregó total y completamente por conseguirlo para sí mismo y para los demás. Él solo contra todos los pronósticos, contra todo el poder. Con coraje, con ambición, con unos huevos así.
Y los dos goles, quién lo diría, se complementan mutuamente, se legitiman, forman entre ambos un relato mucho más potente de lo que podría haber sido cualquiera de los dos por sí solo. La mano de Dios es un reflejo de revancha de los desposeídos, de los pobres, de los de abajo que nadie quiere que suban pero se empeñan en subir igual. Es una mano de carterista en el bolsillo del frac imperial a la vista de todos, con la agilidad necesaria para que nadie la vea. In your face. Una trampa, de acuerdo, o acaso un acto de prestidigitación, rubricado luego con otro, esta vez glorioso, indisimulado, incontestable. Una remontada épica que condensa en diez segundos la epopeya vital del país y del hombre. En la cara de Thatcher, la doña de hierro, en la cara del llorón de Peter Shilton (keep sucking it, con perdón). Y en la cara de Terry Butcher, el “carnicero ensangrentado” que tampoco fue capaz de frenarlo porque no había manera: cuando cae el hachazo la pelota ya está adentro, y el tipo se levanta indemne con el puño apretado, y su grito de euforia es uno y es millones. Para siempre. Nunca más.

Buenos Aires, 27 de noviembre de 2020
Para siempre, nunca más
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