Calle Los Alpes, por Krisbel Briceño (Venezuela, 1999)
Mi primer cuento fue publicado en Digo.palabra.txt 
Calle Los Alpes
    Debo darme prisa o llegaré tarde a la reunión con mis amigos. Veo a lo lejos que el semáforo de la calle Los Alpes alumbra sin cesar, ¿estará dañado? Me detengo, los pies me duelen por el maltrato de los zapatos. La brisa me golpea con fuerza, un olor a pino me invade al recuerdo de mi niñez, al parque, aquellas tardes felices donde me la pasaba acostada en la tierra húmeda formando figuras con las nubes, me gustaba correr y arrancar los dientes de león para pedir un deseo y liberar sus espigas. 
    Las bocinas de los autos me pedían a gritos que volviera al presente. Tengo que cruzar, pero el corazón empieza a golpearme en el pecho. Miré a mi derecha, el hombre con traje impecable me pareció familiar, tal vez era mi tío. El señor notó mi presencia, agarró un pedazo de cartón junto con su maletín y se acercó a mí, su rostro recién afeitado, pálido, alto pero con joroba, el olor a pino provenía de él. Abrió su boca del cual no poseía algunos dientes y me preguntó: — ¿Llevas mucho tiempo esperando para cruzar?—
—Si... bueno, no... Acabo de llegar. —Contesté—
    No se parece a mi hermano, ni a mi tío, que son altos pero no poseen joroba y no huelen a pino.
    El señor miró la carretera y dijo con firmeza —Nos darán paso si nos aventamos, ¡vamos! —él saca un pie de la acera y me hace una seña con la mano para que lo siga ¿echo a correr?      
    Desde mi lugar observé como los autos le tocaban la corneta. El señor ya estaba a mitad de camino. Miré ambos lados de la calle y cuando fijé mi vista en el medio el señor se regresaba y me miraba curioso.
    Al llegar tomó mi brazo y jaló con fuerza al pisar la carretera, me encontré asustada por ser aplastada por un auto, sentía la muerte tocar mi hombro más de una vez mientras los autos se abalanzaban y frenaban cerca de nosotros. El señor por su parte gritaba y se reía, aunque esto último no sé si era por mi rostro o por la situación.
    Cuando pisé la acera otra vez, el señor aún no me soltaba, su rostro mostraba diversión, por mi parte seguía aterrada y tensa. De pronto las bocinas dejaron de ser ruido para convertirse en silencio. Una amplia sonrisa sin dientes se dibujaba en el rostro del señor, su mirada reflejaba la locura, mis nervios empezaron a salir a flote en forma de risas, risas que contagiaron al señor, a las personas que circulaban la calle se reían con o sin motivo alguno, la calle se reía de mí, me reía de mí.
    Una sensación extraña me invadió en la boca del estómago estallando de dolor, me dolía, sudaba frío, mis manos temblaban, pero a la vez me divertía, me reía a gusto, cómoda al lado de un desconocido. Estaba de más explicarle que no sé cruzar la calle, para mí era un secreto, nuestro, un momento para sellar el inicio de una bella amistad.
 
Krisbel Briceño, marzo 2023
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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