El sentir del recuerdo
Por: Lorena Muñoz Restrepo

La memoria es uno de los factores que nos diferencia de otras especies. De ella, podemos aprender, así como traer a nuestro presente sensaciones o sentimientos en cualquier lugar y momento en que nos encontremos. No importa cuánto haya pasado y si nos encontramos o no en el mismo lugar. De hecho, es una cuestión tan compleja que podemos hablar de memoria personal y colectiva. Si bien estas se diferencian en el tamaño del sujeto del que se habla, ambas tienen el mismo peso sobre el sujeto en su mínima expresión.

Estos recuerdos que almacenamos en nuestra memoria suelen estar sujetos, en muchas
ocasiones, a lo que deseamos recordar. Es decir, nuestra memoria no es algo estático, sino que tendemos a omitir o mejorar algunos aspectos para así llenar algunos vacíos que no logramos revivir. Tomemos como ejemplo algún recuerdo propio que tengamos de un cumpleaños en nuestra niñez y compartámoslo con quienes hayan estado allí. Lo más
recurrente es que nos demos cuenta de aspectos que antes no sabíamos o que hayamos
confundido varios cumpleaños en uno para hacerlo más entretenido.

En nuestro país tenemos algo parecido a esta memoria selectiva de la que se habla en el
párrafo anterior. Nos encontramos con que, por ejemplo, a los jóvenes se les juzga por no
tener recuerdo vivido de la época más violenta del país (si es que a alguna se le puede
denominar así cuando nuestra historia está manchada de sangre a lo largo del tiempo), y se les recrimina diciéndoles: “ustedes qué van a cambiar al país si ni saben de dónde venimos”. Casi como si ser jóvenes fuese sinónimo de analfabetismo cultural e histórico. Si no comemos entero de la “historia” que nos cuentan los dirigentes, entonces no sabemos nada.

Somos casi como el personaje de Christiane en Good Bye, Lenin!, del director alemán
Wolfgang Becker, después de despertar de un coma y quienes tienen el poder son Alexander. Nosotros estancados en un lapso que alguien más controla, sin poder salir de él. En el momento en que nos levantamos para ver a través de la ventana una nueva realidad, alguien nos tira hacia atrás porque no estamos preparados para esto. Sin embargo, como lo discute la enfermera y el médico en esta misma película, no se puede continuar con una fantasía si se quiere salir adelante, si se quiere lo mejor para el paciente.

En nuestro país, solo aquellos que vivieron lo acontecido tienen derecho a voz y voto. Es por eso que nos encontramos con las mismas personas estancadas en el poder desde hace décadas. Aquellas que siempre prometen protegernos a punto de fierro y entregando sangre (eso sí, no la de ellos) para seguir con el país como está. Algo así como el intento de Alexander por mantener intacto el recuerdo de la Alemania Oriental en la memoria de su madre para no alterarla.

En el recuerdo que tenemos del conflicto armado tenemos un sinfín de colores de los cuales siempre pensamos que el verdadero es solo el nuestro. Tendemos a pensar que la realidad de los demás es menos real que la nuestra. Esto lo pudimos ver muy bien reflejado cuando en el 2016 se dio la votación por el Plebiscito de la Paz y ganó el no, siendo este mayormente votado en las grandes ciudades, donde el conflicto armado no se vivió con tanta fuerza como en las zonas rurales. Estas, de hecho, buscaban la paz a cualquier costo, porque sabían de las heridas de la guerra y que estas no sanan con venganza.

Hace poco me topé con un documental, mientras buscaba uno para este texto, y encontré la encarnación del sentimiento de perdón que se vive aun ahora en estas comunidades. Dicho documental se llama Infierno o paraíso, del director Germán Piffano, y nos narra la salida de José Iglesias de las drogas y del barrio el Bronx en Bogotá. Nos cuenta cómo en muchas ocasiones quiso empezar de nuevo, fuera de ese mundo, pero el vicio “mataba una y otra vez a ese José”. Ahora cambiemos las palabras José por pueblo y vicio por conflicto. Dejo un poema de Iglesias que bien podría hablarnos tanto de la vida en el Bronx como de la historia del conflicto armado en las zonas rurales.

“Lo que extraño son cosas sencillas,
no extraño el dinero ni la burguesía...
Extraño cosas íntimas del hogar
olores, perfumes...
Extraño ver tu cuerpo desnudo a través del espejo
empañado por el vapor de la ducha
que entremezclado con el olor de la pasta de dientes
y el perfume del jazmín y la aurora
darán paso a la mañana para acrecentar más el brillo eterno
que hay en tus ojos.
Tu presencia y tu ausencia...
Tu ira por la mentira y tu lucha por la verdad.
Hacerte el amor en los rincones
el ver las huellas de tus pies mojados en los pasillos de la casa.
Tu risa, tu paz, tu fe y tu llanto
el olor del café, el ruido del mar... tu ruido.
El olor de mujer
las pastillas de jabón guardadas entre la ropa.
Extraño...”

El conflicto armado en Colombia ha sido un luto constante, un loop de dolor que no para.
Algo así como el dolor que siente Naoko por la pérdida de Kizuki en Norwegian wood, del
director vietnamita Trần Anh Hùng. Es algo que no podemos dejar atrás. Cuando queremos hacerlo, el recuerdo nos reclama y nos lleva de nuevo con él mientras los otros observan desde una posición pasiva, como lo hizo Watanabe.

En esta película nos encontramos en los años 60, cuando en Japón hay revueltas estudiantiles en contra de las bases estadounidenses que se instalaron en ese país después de la Segunda Guerra Mundial. Es una historia de duelo y florecimiento en medio del dolor de un recuerdo que no deja de estar presente. Como bien dice el protagonista “solo un muerto puede continuar con 19 años por toda la eternidad”. Quizá Colombia no logra seguir adelante por el peso de la edad eterna que cargan todos los muertos en nuestra memoria.

“La memoria colombiana es algo difusa”, escuché decir alguna vez. Cuanta razón en una
frase tan corta. Vivimos en un contexto en que nos enojamos por querer mejorar, pero
olvidamos el daño que nos han hecho. Somos un pueblo violento que no teme a expresar su deseo de “bala y plomo” para dar justicia por nuestra propia mano, aunque esta más que justicia sea venganza, tomándonos como propios los dolores ajenos. Como dice Café Tacvba:

“deja que te tome / ese recuerdo prestado / Deja que lo cuente yo / como si ya fuera mio / ...
/ pues no tengo memoria / de eso que tú has vivido”.

Nuestra realidad se parece a la que el papá le quiere pintar a Laura en el documental Cárcel, de la directora Catalina Vásquez. Nos disfrazan la historia, nos la manipulan entre los medios y los gobernantes. Y nosotros, como Laura, sabiendo que la realidad no es así, pero la tragamos entera para no tener que confrontar (porque sabemos qué sucede si alguien en nuestro país llega a levantar la voz). Nuestro día a día es un secreto a vox populi.
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