Aquella habitaciĆ³n siempre huele a lenguado. Lenguado rebozado.
No recuerdo quĆ© otros platos formaban parte del menĆŗ de nuestro Ćŗltimo almuerzo, pero sĆ que acabĆ³ frĆo y en la basura, como todo lo que le ofrecĆ para alimentarla a ella y a su corazĆ³n.
Cada vez que veo una mesa con comida sin acabar en los platos me acuerdo de su desprecio.
Nada de lo que le ofrecĆ fue lo suficientemente bueno y bien recibido, a excepciĆ³n del tributo de mi pena, siempre recalentada.
No he vuelto a comprar lenguado.Ā
Aunque ya no suelo comerlo ahora no me produce tanta tristeza verlo en el plato.
Era una mesa cuadrada. De madera, robusta. Aquel dĆa la habĆa vestido con un mantel de flores anaranjadas que tampoco utilizo, ni utilizarĆ©Ā nunca ya.
Hago esfuerzos para atenuar el poder que muchos objetos relacionados con ella tienen para mortificarme y, por lo general, los saco de mi vida porque no me compensa librar una batalla constante con su potencial evocador.
A veces se cruzan en mi camino personas que me cuentan sus desgracias, y compruebo que aĆŗn, pese a todo, pese a ella, puedo experimentar una emociĆ³n muy parecida a laĀ compasiĆ³n. De alguna forma, incontrolada en todo caso, puedo pensar con conmiseraciĆ³n en los lenguados rebozados que tambiĆ©n ellas tuvieron que tirar a la basura.
No todo estĆ” perdido, entonces. Y me digo,Ā sigues en pie.