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La oleada de terror que ahoga al Pacífico

LA OLEADA DE TERROR QUE AHOGA AL PACÍFICO



Seis grupos armados se disputan el Triángulo del Telembí y zona rural de Tumaco, costa nariñense. Mi compañero de viaje Jair Miña y yo recorrimos esos territorios donde las confrontaciones armadas han dejado un número indeterminado de desplazados, zozobra y miedo. Radiografía del reacomodamiento criminal en esa zona.

No habían transcurrido cinco minutos de enfrentamientos y las ráfagas de fusil eran más intensas, se movían con dirección a la vereda Honda, zona rural de Tumaco. El profesor José Quiñones hizo un cálculo rápido y dijo: “Suban a las mujeres y a los niños a la canoa, nos vamos, esa gente no aguantó”. Media hora antes, por las faldas del río Chagüí, habían desfilado ochenta hombres de las Guerrillas Unidas del Pacífico, grupo disidentes de las Farc. Vestían camuflados verdes y pañoletas negras. Pararon justo frente a la casa de José para armar el plan de defensa. Un informante vio entrar por la vereda Brisas —parte alta— a más de cien integrantes del grupo Los Contadores que venían “armados hasta los dientes”. 

Mientras debatían cómo llegarles a los intrusos, José salió a regar un cacao para aprovechar el sol de la mañana, un jovencito combatiente se percató de su presencia y antes de reanudar la marcha le gritó: “Tranquilo, profe, que a esos los sacamos rápido de aquí”, fue su alumno hasta diciembre de 2019. 

Los primeros combates entre las Guerrillas Unidas del Pacífico y  Contadores ocurrieron entre las diez y treinta de la mañana y la medianoche del miércoles ocho de enero. Se encontraron en la vereda Cuarasanga, un pequeño caserío en la ribera del río Chagüí, a unas tres horas en lancha del casco urbano de Tumaco, de allí no pudo salir nadie. Ambas estructuras criminales impidieron el transporte de la comunidad. La gente se encerró en sus casas de madera, cada tanto escuchaban correrías, detonaciones y gritos de auxilio. 


La vereda Honda queda a escasos veinte minutos por agua de Cuarasanga. Las casas son pequeñas, de madera, separadas un metro del piso por si el río se sale de su cauce, la vegetación es desafiante, de un verde intenso. Las ráfagas de fusil se sentían cerca. José intuyó que las balas llegarían muy rápido, así que utilizó la canoa que transporta estudiantes para evacuar. Hizo un primer viaje hasta Palambí, río abajo, cuando pretendía regresar, otro habitantes bajaban en una pequeña embarcación y nadando.  La guerra los alcanzó y no quedaba más opción que abandonar todo lo construído.

Pasaron la noche en la casa comunal de Palambí. Las ráfagas se escuchaban en menor intensidad, pero sin tregua. El miedo invadió a las 13 veredas del Consejo Comunitario Río Chagüí. José quiso regresar por ropa para sus dos hijos, de uno y siete años, pero en el camino encontró menos de la mitad de los ochenta hombres que vio cerca a su casa. Venían maltrechos buscando refugio. 


José se devolvió, alistó a su gente para un nuevo desplazamiento. El nueve de enero salieron para Tumaco, horas más tarde llegó la comunidad de Palambí y de las otras veredas, pues el combate ya se libraba en sus territorios, muchos alcanzaron a salir, otros no. Ese día, tres mil personas llegaron al casco urbano. 

“Es como si la historia se estuviera moviendo en círculos”, dice José, ya asentado en Tumaco. Entre 2002 y 2005 más de cinco mil personas del Consejo Comunitario del Río Chagüí huyeron de su tierra, cuando la guerra entre las Farc y las AUC alcanzó un pico de terror impensado. Ambos bandos asesinaban, torturaban e impedían a la comunidad llorar a sus muertos. Peleaban por un territorio de miles de hectáreas de cultivos ilícitos, un corredor selvático ideal para el procesamiento y transporte de coca, una zona donde nunca ha habido presencia del Estado. Veredas completas quedaron despobladas. En el Chachajo se fueron todos sus habitantes y hoy solo quedan armazones de casas con madera podrida. 

Unos se fueron para San Lorenzo, costera población de Ecuador que comparte frontera con Tumaco, otros se quedaron en el municipio y ocuparon un extenso terreno de Ecopetrol, donde fundaron el barrio Nuevo Amanecer. Actualmente en esa invasión viven 3.723 personas en 700 casas que parecen flotar sobre el océano cuando la marea sube. Una vez el agua abandona las calles —por algunas horas— sobre el piso quedan apiladas toneladas de basura y plástico que traen las olas. 

A ese barrio llegaron muchos de los nuevos desplazados. Familiares ya desterrados los acogieron para suavizar el golpe anímico y sicológico que trae el desarraigo.
Una sola guerra, muchos actores 

La confrontación armada en Tumaco es principalmente por la droga. De las 169.000 hectáreas sembradas de coca en Colombia, el veinte por ciento está en el Pacífico nariñense. Hasta 2016, la zona rural era controlada por las Farc, pero con su desmovilización, el codiciado territorio quedó a la deriva y el Estado no movilizó tropas, ni paquetes sociales para reemplazar el mercado que generan los cultivos ilícitos. 

Dos estructuras disidentes llegaron a ejercer control territorial: Guerrillas Unidas del Pacífica y la columna Oliver Sinisterra, comandada por alias Guacho y financiada por el narcotraficante José Albeiro Arrigui Jiménez, alias Contador. La primera se quedó con el río Chagüí, una amplia zona a la derecha del casco urbano que limita con el Triángulo de Telembí; la segunda se ubicó a la izquierda, sobre la ribera del afluente Mira, frontera marítima con Ecuador. 

A esas zonas también arribó el ELN y una estructura criminal conocida como FOU. La guerra no se hizo esperar y los combates estallaron en varios puntos, pero alejados de la población civil. No hubo desplazamientos masivos ni confinamientos. Para acabar con la confrontación, el dieciocho de diciembre de 2018 esos grupos armados hicieron una reunión de cabecillas en el río Mira, por iniciativa de alias Guacho. “Entre los negros no nos podemos matar más”, dijo el disidente, según relata un líder social que asistió al encuentro en representación de los consejos comunitarios. Guacho fue abatido cuatro días después.

Firmaron un acta de no agresión en la zona rural, delimitaron territorios e impidieron la extorsión a comerciantes. Todos ganaban sin necesidad de recurrir a la violencia. Pero mientras unos firmaban treguas, otros se fortalecían. A mediados de ese año circuló en la zona rural de Barbacoas, límites con Tumaco,  un panfleto que anunciaba la llegada de un nuevo actor armado: Los Contadores, grupo creado por alias Contador que, tras la muerte de Guacho, retiró su apoyo a la Oliver Sinisterra y pactó alianzas con carteles mexicanos.
Alias Contador siempre se había mantenido entre las sombras del narcotráfico en el Pacífico nariñense. Entregó armas y poder a disidentes de las Farc en 2015, quería mantener el control sobre cultivos ilícitos. El monstruo se le salió de las manos y su nombre quedó expuesto. Decidió recuperar poderío en la región y armó un nuevo ejército. El pasado 21 de febrero fue capturado con 14 guardaespaldas en Caquetá.

Nadie sabe de dónde aparecieron Los Contadores, pero llegaron con gran armamento y camuflados, a simple vista, nuevos. Tenían armas M19, AK47, morteros, granadas y minas antipersonal cuando se pasearon por las veredas de Barbacoas, uno de los tres municipios del Triángulo de Telembí. Los otros dos son Magüí Payán y Roberto Payán. 

Su toma empezó en la subregión del río Telembí abajo. Asesinaron campesinos en las veredas Ñambí la Mina y Chalchal, desterraron a quienes no querían ceder sus cultivos de coca, se adueñaron de la explotación ilegal de oro con máquinas retroexcavadoras que oscilan entre 600 y 700 millones de pesos, se batieron a fuego con la FOU, antiguos socios de ‘Contador’, y el frente de guerra Occidental Alfonso Cano, integrado por combatientes que se separaron de la Oliver Sinisterra.

Repitieron el mismo operar en las veredas Paudé, Teranguará, San Lorenzo, Cucarachero, Painandá, Mongón, Barro Blanco, Teraime, hasta llegar al casco urbano. Barbacoas es un municipio de cinco cuadras y vías destapadas. La comunidad en su mayoría es afro y consideran al río Telembí hacedor de la vida, aunque ahora por sus aguas haya navega la muerte. 

En un fin de semana de enero pasado asesinaron a cinco personas. Ahora nadie habla de ellos en voz alta, su presencia está por todos lados. La tensión se puede sentir en la mirada desconfiada para atender al extraño, nadie sale después de las siete de la noche por orden de los violentos. Uno de los pocos líderes sociales que aún quedan en Barbacoas trata de explicar la situación con un lenguaje encriptado y en voz baja, no le basta estar en un lugar aparentemente seguro. Cruza sus manos y simula con ellas que Los Contadores están en todos lados y no perdonan una mención. Son innombrables para el que quiera vivir. 
El proceso de paz nos resultó más negativo. Antes nos sentíamos mucho más seguros y podíamos hacer nuestras labores de liderazgo, porque ya sabíamos cuál era el grupo, hoy hay muchos. Le tenemos más temor a ellos, no hay línea de comunicación, solo hablan con las balas. Hoy, duele decirlo, es más fácil irnos todos antes de que el Estado solucione este problema”, dice.

Los Contadores se fortalecieron en el Triángulo del Telembí, de donde se han desplazado aproximadamente de dos mil personas en los últimos dos meses, según información recogida por los consejos comunitarios. La institucionalidad no llega a las zonas afectadas, por lo que nadie tiene la cifra real de desterrados.

Recorrimos algunos de esos territorios del río Telembí. Las casas aguardan en lo alto sobre la ribera del afluente, en el terreno restante hay matas de coca, dicen los pobladores que hay variedades peruanas y bolivianas. De pequeñas quebradas brotan aguas turbias por la explotación ilegal de oro. No hay militares. La economía en Barbacoas parece girar en torno a la ilegalidad. En un pueblo que no sobrepasa los 35.000 habitantes hay 25 estaciones de gasolina. El parque automotor y marítimo es mínimo, pero en una semana se consumen 260.000 galones de combustible, un elemento fundamental para degradar la hoja de coca y procesarla hasta convertirla en cocaína. 

Los Contadores amasaron un gran capital en estas tierras y se embarcaron río Telembí arriba para conectar con los municipios Roberto Payán, Francisco Pizarro y luego con zona rural de Tumaco. El ocho de enero de 2020 entraron por la vereda las Brisas con cien hombres bien armados. 

Dolor, zozobra y llanto

No se puede determinar cuántas personas han muerto en estos enfrentamientos. Los grupos armados se llevan a los caídos en combate y abren fosas comunes en medio de la selva. En Chagüí no hay rastros de cadáveres, pero sí secuelas del duro enfrentamiento. Después de una semana, y de una visita presidencial, las fuerzas militares llegaron hasta el río e instalaron una base permanente. La gente se sintió confiada y regresó al territorio. El profesor José se quedó en Tumaco, el temor aún no desaparece, las pesadillas lo atormentan cada noche. 
Su mamá retornó, pero no tardó el volver a abandonar su casa, pues en el patio encontró un artefacto raro, militares lo detonaron dos días después de forma controlada. Los ranchos de madera se sacudieron. Otra vecina también halló minas antipersonal en el camino que iba a uno de sus cultivos. José reafirmó su postura de no volver:  “Mi sueño siempre fue trabajar por mi río, en mi región, y nunca pensé en trabajar en otro lado. Pero debido a la situación he decidido no volver, porque mi hijo de siete años no puede asimilar algunos consejos que le doy, no lo puedo limitar para que no salga de la casa y no juegue donde antes jugaba y donde hoy puede que haya minas”. 

Como él, veinte familias decidieron quedarse en Tumaco. Se tomaron un terreno y levantaron la invasión Nuevo Jerusalén. Como hace dieciséis años, desplazados se abren paso en la ciudad. Este nuevo caserío se consolida como lo hicieron los de Nuevo Amanecer. 
La alcaldesa de Tumaco, María Emilsen Angulo, es consciente de esta situación, trata de buscar las palabras para describir su impotencia, pero el intento se ahoga entre lágrimas. Toma agua, se excusa y vuelve a arrancar, pero una vez más, el llanto le juega en contra: “Cuando uno siente que puede ser otra la realidad, eso genera frustración. Da tristeza ver a la gente dejando su tierra, cambiando su forma de vida”. 

Desde que arrancó el año ha atendido medios de comunicación que la cuestionan por esta realidad de desplazamiento y violencia. En el casco urbano el departamento parece seguro por la presencia permanente de la fuerza pública —cosa que no sucede en la ruralidad—; sin embargo, el turismo cayó a niveles históricos, la desocupación hotelera creció y en la playa del Morro los vendedores ven el continuo choque de las olas sentados en las sillas que deberían estar alquiladas. “La estigmatización nos está acabando”, dice la alcaldesa. 
El desplazamiento deja huellas imborrables, deconstruye el tejido social y en muchos casos condena el futuro de los que lo sufren. Camilo, joven de 25 años, así lo cree. Hace 16 años fue desterrado con su familia de la vereda Guapi del Carmen. No sonríe mucho, evita mirar a los ojos, siempre clava su mirada en un punto fijo lejos del interlocutor, tiene la piel negra y las manos pequeñas. Trabaja en uno de los hoteles más famosos de Tumaco. Limpia platos y atiende turistas. Agradece por tener este empleo, dice que ahora sí podrá estudiar el pregrado de Trabajo Social. Recuerda sus días de finca en la parcela de sus padres, ahora solo vive con su mamá y cuatro hermanos. En 16 años los han echado tres veces a la calle por falta de dinero para pagar el arriendo. Llora y vuelve a recordar su infancia en el monte: “Eso no se lo deseo a nadie. Te marca la vida”. ​​​​​​​
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Y aunque su deseo es genuino, inmediatamente razona y vuelve a clavar su mirada hacia un punto fijo: “Esa gente que está saliendo desplazada no se imagina lo que les espera, sobretodo a los niños. Las personas creen que uno no prospera porque no quiere, sin saber que hay cadenas difíciles de soltar que hacen más complicado el camino”.

Sobre el pacífico nariñense hoy solo soplan vientos de zozobra. Saben que en cualquier momentos hombres armados tocarán sus puertas para ordenarles no salir o, por el contrario, informarles que cuentan con pocos minutos para abandonar el territorio.
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